Antes de nada, no voy a contar esta historia para recibir muestras de apoyo ni de comprensión (que se agradecen, ojo, pero no es el objetivo de este email). Voy a contarla porque, a pesar de que han pasado los años, lo sigo recordando como una gran “cagada” por mi parte. Todo por culpa de mi enfado.
Yo estaba en la Unidad de Agudos de mi hospital y me encargaron entrevistar a un paciente que acababa de ingresar. “Varón, cuarentaypico y refiere ansiedad, ideas autolíticas y dificultad para el control de impulsos.” Creo que en su historia ponía algo parecido, tampoco lo recuerdo con exactitud.
El caso es que empiezo a preguntarle y me va relatando una historia de malos tratos por su parte hacia su mujer. De hecho, mientras él estaba ingresado en la unidad de Salud Mental, ella estaba en la de Medicina Interna recuperándose de la paliza que le había dado él.
Todo esto me lo iba contando con una mirada de pena y arrepentimiento que hacía que me cabrease cada vez más, hasta que le dije:
“En realidad, no entiendo muy bien por qué estás aquí…tengo la sensación de que si no estuvieras aquí, estarías en la cárcel.”
Después de decirle esto, su cara le cambió radicalmente y me dijo que claro, que para no ir a la cárcel, había venido aquí primero.
A duras penas terminé la entrevista y luego hablando con mi supervisora acordamos que yo no lo viese más porque no tenía sentido: No había podido conseguir establecer ningún tipo de relación terapéutica. Por no hablar de los objetivos, que tampoco había aclarado ninguno más que “el no ir a la cárcel.”
Lo cierto es que me dejé llevar por el enfado y no conseguí nada en limpio. Si hubiera podido ser consciente de mis emociones en aquel momento, estoy segura de que hubiera hecho algo diferente.
Porque no se trata de evitar sentir emociones mientras estamos en terapia, eso sería absurdo puesto que de momento no somos robots. De lo que se trata es de ser conscientes de ellas y de poder utilizarlas a favor del cambio terapéutico.
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Un abrazo,
Cristina
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