El otro día leía en el periódico la entrevista a una madre de un niño de 6 años con una ceguera congénita.
La noticia iba de lo feliz que era el chaval y de lo bien que lo estaban llevando todos. Sin embargo, a mí lo que me llamó la atención fue un detalle que pasa desapercibido.
Un detalle que me dio miedo, un poquito nada más.
La madre cuenta en un momento de la entrevista que ella empezó a notar algo raro al mes de nacer su hijo. Y que cuando lo comentó con el pediatra, este le quitó importancia: “es normal que con su edad no enfoque bien aun,”
Así que tuvo que insistir un poco para que lo derivaran y empezar a hacerle pruebas.
Esto me recordó a una mujer que también tuvo que insistirle al médico para que derivase a su marido porque estaba más despistado de lo habitual. Al final resulta que tenía un tumor. El marido. No ella.
El médico normalizaba los despistes y la falta de concentración.
Hay una línea muy fina entre normalizar y minimizar.
Entre decir: lo que te ocurre es una reacción normal, no te falta ningún tornillo pero yo te voy a ayudar a que se te pase.
Y decir: Es normal lo que te pasa dada tu situación. No te preocupes. Ajo y agua.
Yo, que peco bastante de normalizar demasiado, me cuido mucho de esto. Lo tengo bien presente.
Primero, pregunto si lo que creen que les está sucediendo es normal o no. Luego, hablo yo.
Repito:
Primero, hablan ellos. Luego yo.
No al revés. Así evito meteduras de pata y puedo ajustarme mejor a lo que quiere cada paciente.
Si tienes la sensación de que te comportas igual con Juani, de 42 años que con Marcos de 21, igual estás perdiendo eficacia terapéutica.
No digo que no seas eficaz. Digo que si aprendes a ajustarte a cada pacientes, puedes serlo más.
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