Mi primo ha alquilado un bajo para montar su negocio. El local necesitaba reforma y, como es diseñador, diseñó una tienda estupenda.
Le envió los planos y los dibujos a un carpintero para que le fabricase un mueble y unas puertas a medida.

El carpintero aceptó el trabajo y se puso a ello. Resultado: A mi primo le está saliendo humo por la cabeza porque el carpintero no les hace caso: el dibujo y la realidad no se corresponden.

Lo cierto es que está un poco desconcertado ¿por qué el carpintero no mira los planos? ¡Si viene todo muy claro! y si tiene dudas de cómo hacer, ¿por qué no pregunta? La semana pasada llamó al carpintero y su respuesta fue:

Es que eso NORMALMENTE no se hace así.

Toma ya. No es que no mirase los planos, es que pensó que su idea era mejor que la de su cliente.
¿Qué te parece? Si te contasen esto, ¿contratarías tú a este carpintero?

Pues justo esto es lo que hacemos muchas veces en psicoterapia.
Las personas acuden a consulta con una idea en la cabeza de lo que les pasa y lo que tendrían que hacer para solucionarlo. A veces esa idea puede coincidir con la de la terapeuta y todo genial, ¿pero qué pasa cuando no es así?
¿Qué idea es mejor? ¿La del cliente o la de la terapeuta? ¿Quién es más experto en la vida del cliente? ¿Quién conoce mejor al cliente? ¿Él mismo o la terapeuta?

Muchas terapias se atascan por este tema, los clientes no se sienten comprendidos ni escuchados y, por lo tanto, tampoco escucharán las sugerencias de la terapeuta.

Cuando estudiamos psicología, nos metemos en una burbuja donde las terapias son fantásticas, muy estructuradas y hechas para cada problemas/trastorno. Luego llegamos a la realidad y resulta que esos problemas/trastornos siempre vienen con alguna PERSONA detrás.
Una persona que siente y piensa sobre el problema desde hace más tiempo que tú. Una persona con la que te vas a tener que entender primero antes de poder ayudarla. Una persona con la que tendrás que acercar posturas para que “la cosa funcione.”