Cuántas veces oí durante la residencia (y durante el practicum) aquello de “es un paciente resistente al tratamiento” o “no colabora con la terapia” o incluso el famoso “es que no quiere mejorar.”
El término resistencia proviene del psicoanálisis pero no voy a intentar explicar aquí su significado original porque no lo sé con exactitud y no quiero meter la pata de esa manera. Si alguien lo sabe, le invito a que lo cuente en los comentarios.
Lo que sí sé es qué querían decir los profesionales cuando hablaban de “paciente resistente al tratamiento”. En ningún caso se trataba de psicoanalistas ortodoxos. De hecho, se lo he escuchado decir desde psicólogos cognitivo-conductuales hasta al psiquiatras más biologicista, pasando por residentes, enfermeras y hasta a un auxiliar administrativo.
Tampoco lo decían para referirse a personas que acuden a consulta por orden judicial u obligadas por familiares. De hecho “los pacientes resistentes” solían ser aquellos que acudían por voluntad propia y con un sufrimiento vital grande.
Yo me imagino que cuando un psicólogo (o quien sea) dice que un paciente es resistente al tratamiento lo que de verdad quiere decir es:
“No sé cómo ayudar a esta persona porque lo que hago normalmente no me funciona.”
No hay nada más frustrante para un terapeuta que querer ayudar a alguien y no saber cómo hacerlo. A mí me ha pasado y no es una sensación agradable, es eso: frustrante.
Lo que ocurre es que nos cuesta admitir que no lo sabemos y por eso caemos en ese error tan humano que es el de echarle la culpa al otro: no es que mi terapia no funcione, es que usted no quiere cambiar.
Pero si lo pensamos bien ¿de verdad que alguien que acude al psicólogo porque lo está pasando mal no quiere dejar de pasarlo mal? ¿En serio? Tal vez estoy pecando de ingenua pero prefiero pensar que el problema es mío y no de la persona que acude a consulta.
Porque así, sin pensarlo mucho, se me ocurren varios motivos por los que las personas no sigan nuestras sugerencias para mejorar:
- Que no se fían de nosotros.
- Que no les convence nuestro punto de vista sobre su problema.
- Que creen que lo que le proponemos no es lo adecuado.
- Que necesitan algo diferente a lo que le estamos ofreciendo.
- Que tienen miedo a cambiar.
Si te fijas, los cuatro primeros puntos son casi cuestiones de relación terapéutica o de venta de la tarea: dependen sobre todo de nosotros como psicólogos: de nuestras habilidades para escuchar las necesidades del paciente y para saber transmitir correctamente nuestro mensaje.
Si fallamos aquí, tenemos que asumir nuestra responsabilidad e intentar corregir el error para poder mejorar y ayudar así a la persona que ha acudido a nuestra consulta.
En cambio, el último punto es algo diferente: no es que el paciente no quiera cambiar, es que tiene miedo a hacerlo.
En el fondo, el miedo al cambio es algo casi inherente a la condición humana. Aunque el cambio sea para mejor, cambiar suele dar un poco de miedo: un nuevo trabajo, una boda o incluso ganar la lotería son algunos de los acontecimientos que las personas califican como más estresantes.
Aunque sean en principio cambios buenos, no dejan de dar un poco de miedo. Si ése es el caso de un paciente “resistente” ¿no sería más útil trabajar ese miedo antes que darlo por perdido?
En cualquier caso, cuando sentimos que un paciente no mejora, soy partidaria de pensar siempre en las cuatro primeras opciones antes de indagar sobre esta quinta. No vaya a ser que caigamos otra vez en el error del principio, cambiando el “no quiere” por el “es que tiene miedo”.
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