“La operación fue técnicamente satisfactoria, pero el paciente falleció”. Eran las declaraciones del doctor James Ardi después de haber trasplantado un corazón de primate a un paciente en estado comatoso.
Aunque pudiera parecer un chiste, esta declaración iba completamente en serio: el paciente falleció a las pocas horas de realizado el trasplante pero sobrevivió a la operación.
Corría el año 1964 y la investigación sobre trasplantes de órganos estaba en pleno apogeo: lo importante es que podían hacerlo y estaban viendo la forma de alargar la vida del paciente tras la operación. En el fondo, tenían razón: la cirugía era correcta, el fallo estaba en el postoperatorio.
Cuando hablamos de éxito médico, las claves están más o menos claras: que el paciente viva y que tenga una mínima calidad de vida. Si el paciente vive o muere es un dato objetivo, lo de la calidad de vida es algo más complicado pero más o menos el médico puede dictaminar sin necesidad de preguntarle al paciente: examina la herida y según su evolución, saca unas conclusiones y un pronóstico.
¿Pero qué es el éxito es psicoterapia? ¿Cómo podemos saber si la terapia ha dado sus frutos?
La única manera de hacerlo es preguntándole al propio paciente (o como mínimo, a algún familiar). Punto. No hay otra forma de saber si nuestro trabajo sirve para algo. Es el paciente el que tiene que decidir si la terapia está siendo útil o no, y parte de nuestro trabajo consiste en buscar esa información. Porque si no está dando resultado, tendríamos que, o bien cambiar de estrategia, o bien derivar a otro profesional.
Normalmente suele haber acuerdo entre el paciente y el terapeuta sobre a eficacia de la terapia pero a lo largo de estos años me he encontrado con alguna situación en la que había diferentes opiniones.
Caso 1: El paciente cree que mejora pero el terapeuta no lo ve así, bien porque no ve un cambio sustancial en la forma de actuar del paciente, creyendo que está haciendo “más de lo mismo” o bien porque cree que ha solucionado el síntoma pero no la causa subyacente.
Caso 2: El paciente no ve mejoría pero el terapeuta sí, bien porque cree estar llegando al “fondo del problema” (aunque el paciente salga de la consulta totalmente destrozado) o bien porque cree que el paciente está mejor, pero no es capaz de reconocerlo.
Nosotras seguimos un criterio claro: el paciente es el que decide si está mejor o no, ya que para eso es el mayor experto en sí mismo que conocemos.
En el caso 1, nos aseguramos de que el cambio es diferente a otros que haya tenido preguntándoselo “¿esta mejoría es diferente a otras o es lo mismo que otras veces?” Así podemos comprobar si se trata de un “más de lo mismo” o no.
En el caso 2, en cambio, le preguntamos sobre qué opina de la terapia, ya que no está mejorando, entonces ¿para qué le sirve acudir?
Estas estrategias nos ayudan a recibir un feedback constante de lo que estamos haciendo y así nos podemos adaptar al máximo a las necesidades de cada paciente. Por otro lado, estas preguntas también ayudan a que tomen conciencia de las mejorías conseguidas y del porqué de las mismas.
Con esto no quiero decir que estamos constantemente preguntado sobre si le vale de algo (aunque sí les pedimos una evaluación de cada sesión) y a veces nos guiamos por unas señales que indican que la terapia está yendo bien.
Para nosotras, la terapia es útil en estos casos:
- Si se han sentido escuchados y comprendidos.
- Si salen de la consulta con una visión diferente de lo que le ocurre.
- Si salen mejor de lo que han entrado.
- Si se ríen de su problema (y de sí mismos) en consulta.
- Si salen con ideas nuevas sobre cómo enfrentarse a su
problema.
Son cinco indicadores que nos pueden dar una idea de cómo va la terapia. Eso sí, la última palabra siempre la tienen los pacientes.
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