Antes de que Mr. Wonderful invadiese el mundo de las frases chulas y lo llenase todo de arco iris y purpurina, en mi colegio ya tenían claro que lo de poner frases molaba. Teníamos las paredes de las aulas llenas de frases para pensar o simplemente graciosas (menos en la clase de matemáticas, que el profesor la había decorado con jeroglíficos matemáticos que sólo entendía él).
En clase de inglés, por ejemplo había una que decía algo así (estaba en inglés pero aquí os la pongo ya traducida): “Si te pareces a la foto de tu pasaporte es que estás demasiado enfermo para viajar.”
Mi profesor de literatura, en cambio, en vez de poner chistes, nos ponía frases para pensar. Fue uno de los mejores profesores que tuve, sobre todo porque no nos trataba como niños sino como personas. Nos exigía, pero también nos escuchaba.
El caso es que durante cuatro años tuve delante de mis narices una frase que me gustaba mucho pero que no acabé de entender del todo hasta que me puse delante de un paciente. La frase en sí decía:
“Primero aprendemos las respuestas correctas. Luego aprendemos a hacer preguntas. Finalmente, aprendemos qué preguntas vale la pena plantear.”
Así es la psicoterapia. Primero aprendemos “lo que se debería hacer en cada caso”, luego aprendemos qué preguntas podemos hacer, practicamos técnicas de entrevista y finalmente, cuando nos ponemos delante de un paciente, nos damos cuenta de cuáles son las preguntas realmente relevantes.
Porque según las preguntas que hagamos, así será el resultado de la terapia.
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