Después de un año trabajando como psicóloga clínica en un centro de menores, me planteo la existencia de dos dificultades fundamentales que obstaculizan en gran medida el trabajo terapéutico.
Cuando un menor es tutelado por la administración, entra a formar parte, como beneficiario, del Servicio de Protección de Menores. En este momento, las decisiones sobre su vida (dónde vive, en qué gasta su dinero, cuándo está con su familia, si la tiene…) ya no depende de él ni de su familia sino del organismo encargado de su guarda (el centro) y, en última instancia, de su tutor legal. Esto ya supone para el menor un problema porque si a veces ya es difícil negociar con tus padres, con los que convives, para que te dejen hacer esto o lo otro, imaginaos lo que supone que las decisiones las tome una persona a la que, en la mayoría de los casos, ni conocen. Para evitar esta despersonalización y poder hacer un seguimiento más cercano de los casos, la Xunta delega en los Equipos Técnicos la mayoría de las decisiones. Pero, como en todas partes, hay buenos y malos profesionales. Cuando el equipo encargado de gestionar tu vida te escucha y trata de entender tu punto de vista, tus deseos y necesidades, estupendo.
Pero cuando se muestran reacios a hablar contigo y mucho menos a verte, cuando por su posición creen que te conocen mejor incluso que los profesionales que te observan cada día, entonces estás perdido. En estos casos, los menores comienzan a desarrollar una serie de comportamientos disruptivos asociados a la frustración por la incapacidad para controlar su propia vida, además de la incertidumbre que les genera su situación vital (de esto último no tiene toda la culpa el sistema, son otros los adultos que, en primera instancia, le fallaron). En este momento, sus referentes comienzan a tomar medidas que, si bien a veces contribuyen a mejorar el bienestar del menor, en otros casos, cuando éstos no son escuchados, constituyen parte del problema: cambios de centro indeseados (a veces incluso fuera de su localidad) o permanencia en centros en los que no se sienten cómodos, permisos de fin de semana con la familia denegados… y trabajar con los menores en este contexto para conseguir objetivos terapéuticos es muy complicado.
Cuando los equipos no escuchan a los profesionales sanitarios, toman muchas veces decisiones que revierten el proceso terapéutico. Cuando el menor ha hecho avances y solicitamos un cambio de centro para generalizarlos a un ámbito más normalizado y es denegado, están obstaculizando. Cuando deciden trasladar a menores que no cumplen criterios de ingreso en un centro terapéutico, están obstaculizando. Cuando solicitamos un mayor contacto del menor con su familia o con su lugar de referencia, porque el equipo terapéutico lo estima conveniente para su evolución y viene denegado, están obstaculizando. Cuando no se ponen al teléfono para hablar con los menores directamente y escuchar sus argumentos, están obstaculizando.
Y esto enlaza con la segunda gran dificultad: ser a la vez figura de ayuda y figura de control. Como centro terapéutico, la finalidad es la de ayudarles a conseguir cambios que mejoren su bienestar y su condición clínica. Como centro de protección, la finalidad es educarles, imponer consecuencias y, en última instancia, transmitir muchas de las decisiones de sus equipos técnicos con las que los menores (y a veces el equipo terapéutico) no están de acuerdo. Parece clara la incompatibilidad entre ambas funciones.
Obviamente, esta es la visión desde mi perspectiva, desde el centro. Seguro que desde el otro lado las cosas se ven muy diferentes. La carga de trabajo es grande (cada equipo tiene asignado un gran número de menores) y esto dificulta, seguro, el seguimiento cercano. Además, los recursos disponibles para estos menores son muy limitados, y esto es un hándicap importante a la hora de asignar uno u otro centro. Pero hay ciertas actitudes y decisiones que son absolutamente injustificables y no solo no benefician a los menores sino que les perjudican.
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