Cuando uno está mal, le parece que está mal todo el tiempo. Día y noche. Mañana y tarde. Las 24 horas del día sin descanso. Malestar, malestar, malestar. No hay tregua que valga.
¿Qué puede hacer uno al respecto?
Durante siglos, los expertos han intentado ponerle nombre a ese malestar. Así, según el tipo de molestia que uno tenga se le puede llamar depresión, ansiedad, brote psicótico o trastorno disfórico premenstrual, por poner unos ejemplos. Hay cientos de nombres para elegir. Hasta se han escrito libros sobre el tema.
La cosa funciona así: primero se le pone el nombre, y después se busca la solución. Primero el diagnóstico y después el tratamiento. Parece lógico ¿verdad?
Lo malo de la lógica es que a veces se equivoca. No siempre hay que seguir el orden correcto. Corrijo: es complicado seguir este orden, al menos desde nuestro enfoque. En nuestra consulta, evaluación y tratamiento van entremezclados.
Las preguntas que hacemos para evaluar están también pensadas para ir tratando. Son preguntas destinadas a modificar la percepción de la realidad que tiene la persona que acude a consulta. En ese sentido, son un poco “preguntas trampa”.
Por ejemplo, si una persona nos cuenta que está triste, con ganas de llorar y sin ganas de hacer nada, nosotras preguntaremos cuál es el mejor momento del día, o cuál es el momento menos malo.
¿Por qué es una pregunta trampa?
Pues porque estamos dando por hecho que lo que está escrito en el primer párrafo es falso: no se puede estar mal las 24 horas del día, o al menos no se puede estar mal con la misma intensidad todo el tiempo.
De esta manera conseguimos dos objetivos: por un lado, saber cuál es el mejor momento del día para la persona (evaluación) y por otro, vamos introduciendo cambios en la percepción que tiene esa persona de su problema (tratamiento).
La idea final sería pasar de un problema irresoluble a uno que seamos capaz de resolver. Y esto se puede conseguir sabiendo hacer las preguntas adecuadas.
Por supuesto, este método no es nada nuevo. Hace mucho un tal Sócrates hacía algo parecido para que sus alumnos aprendieran lo que él quería enseñarles. No les daba respuestas, sólo se preocupaba de realizar las preguntas adecuadas.
Ojo, esto no es nada fácil. Lo sencillo es caer en el discurso lógico de evaluación-tratamiento. Primero preguntamos qué ocurre y luego nosotras mismas damos la solución.
Algo así como:
“Lo que te ocurre es…..y entonces lo que tienes que hacer es……”
Esto es más sencillo porque es más lógico, más de sentido común. Lo bueno es que le puede funcionar a cierto tipo de personas pero lo malo es que puede ser inútil para muchas otras.
Por eso, si precedemos de la manera lógica y no funciona, nunca hay que pensar que es un paciente resistente al tratamiento sino que tal vez no estamos haciendo la intervención adecuada.
La clave sería preguntar por las excepciones: por los momentos en los cuales el problema no existe o está a la mínima intensidad. Porque las personas que acuden a consulta no suelen hacerse esas preguntas, no prestan atención a estos detalles y en la mayoría de las ocasiones, son la clave del cambio.
¿Y qué hacemos una vez que tenemos esas respuestas? “Estoy mejor en el trabajo, cuando estoy distraída, cuando los niños duermen, cuando salgo con mis amigas, lo-que-sea.”
Pues seguir preguntando por ahí, por esas excepciones a la regla el objetivo de que dejen de ser excepciones para convertirse en la norma.
Parece fácil pero cuesta, hay que practicar mucho para conseguir una buena sesión basada en excepciones.
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