¿Podemos perjudicar a un paciente si este nos caen bien?
Bueno, pues depende. Aquí habría que matizar qué es que nos caiga bien. En general, cuando decimos que un paciente nos cae bien, podemos estar hablando de dos cosas:
Que la terapia va bien, que la persona que acude a ti mejora, te escucha, te entiende, en definitiva, que has conseguido sintonizar con el paciente y todo fluye. En este caso, te alegras cada vez que te toca cita con él porque sabes que va a ser un momento agradable y que todo va machando según tus planes.
Estos son los casos ideales, los que a todo terapeuta le gustaría tener. Incluso piensas que el paciente te cae bien y seguramente sea así pero es más debido al resultado de la terapia que a la personalidad del propio paciente. Me explico: lo que te cae bien es el trabajo realizado no el paciente en sí.
Como dije, es la situación ideal pero no es de estos pacientes de los que voy a hablar hoy.
Cuando digo que un paciente te cae bien me refiero a que tienes delante a una persona que, por la razón que sea (edad similar, situación familiar parecida, etc.), empatizas demasiado con su situación.
Te gusta que llegue la hora de su consulta porque te resulta una persona agradable, interesante y con la que puedes mantener una buena conversación. Además, la persona también parece estar a gusto contigo así que no ves ningún problema, cuando en realidad hay tres peligros.
¿De qué habláis?
Ésta es la cuestión. La psicoterapia no es una charla de café, es algo más. Por eso, cuando tengo la sensación de que estoy en una charla de este tipo con un paciente, me pregunto ¿en qué le ayuda esta sesión?
Si nos cae bien la persona, corremos el riesgo de que ni siquiera se nos pase por la cabeza esta pregunta. De esta forma, nos olvidamos del verdadero objetivo de la terapia, que es ayudar al paciente a mejorar en algún aspecto de su vida.
Con esto no quiero decir que las charlas de café durante la terapia sean inútiles. Al contrario, pueden resultar muy sanadoras en algunos casos. Lo que digo es que cuando ocurren, hay que preguntarse siempre el para qué le va a valer al paciente (y no al terapeuta) esta conversación.
¿Cuándo le das el alta?
Es un peligro derivado del anterior. Ocurre que cuando la sesión trata sobre temas banales suele serun síntoma de que el paciente ya está mejor y se podría ir de alta.
¿Qué pasa si nos cae bien que disfrutamos de esta charla? Pues que muchas veces ni se nos pasa por la cabeza el que esta persona deje de acudir a consulta.
Cuando nosotras detectamos esta situación, lo que hacemos es preguntarle al propio paciente si hay algo más en lo que le podamos ayudar. A veces dicen que sí y otras que no pero tenemos que darle a él la oportunidad de decidir. Al fin y al cabo él es el protagonista de la terapia, no nosotras y es el que decide cuándo está bien, no nosotras.
Claro que para hacerle esta pregunta, tenemos que estar alerta y si nos caen bien, nos podemos olvidar de este detalle y seguir dándole citas hasta el fin de los tiempos.
¿Le estás ayudando?
El mayor peligro de todos, que no le estés ayudando porque te caen tan bien, empatizas tanto con el paciente que tienes exactamente la misma visión que él del problema.
La empatía es importante, fundamental, pero no lo es todo. Si tu enfoque del problema es el mismo que el del paciente, entonces te encuentras igual que él en un callejón sin salida.
No puedes darle ninguna alternativa porque no ves ninguna.
Podrás comprenderlo pero no podrás distanciarte lo suficiente como para proponer una solución al problema que le ha traído hasta ti.
Ésta es una de las razones por las cuales no conviene tratar a conocidos ni familiares (hay otras pero ahora no vienen al caso).
Una vez más, el trabajo en equipo, o la supervisión ayuda a superar todos estos obstáculos.
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